20 jul 2012

Examen de conciencia

A veces a regañadientes, a veces por propia voluntad y otras más por necesidad los seres humanos durante la vida nos vemos sometidos a un sinfín de exámenes. Hay que reconocer que a la mayoría no nos gusta ser evaluados, sin embargo, lo hacemos pensando en la obtención de un bien.

Generalmente este bien puede observarse mejor cuando es externo. Por ejemplo,  conseguir un buen trabajo, una promoción, la obtención de algún certificado, un reconocimiento, etcétera. Visualizar el bien, o los bienes, nos permite aceptar, cuando no hasta promover una serie de exámenes de evaluación, paro lo cual nos preparamos con ahínco y dedicación. A veces hasta contratamos cursos de capacitación para prepararnos y salir muy bien valorados.

Esto es muy diferente cuando el objeto de la evaluación cambia del hacer al ser. El ser humano unidad de cuerpo y alma, poco se ocupa de las cosas del alma.

Hay que aceptar que realmente son pocas las personas que se preparan, reflexionan y se evalúan pensando en la trascendencia, en el fin al que todos estamos llamados: la santidad y la eternidad.

La santidad y la eternidad son bienes mucho más importantes y trascendentes que cualquier otro bien, el problema es que no pueden verse y desearse sino con los ojos de la fe.

Para aquellos interesados en alcanzar estos bienes, existe un medio muy eficaz para tender seriamente a la santidad, es el examen de conciencia.

Hay que aclarar que el llamado examen de conciencia en realidad no es un único examen, sino que representa la acción de reflexión, análisis, propuesta de mejora,  observancia y control de los afectos y defectos del alma que tiende a la perfección,  de la que quiere y pone los medios para ser mejor. Este ejercicio, para que realmente surta efecto, debe llevarse a cabo en forma  habitual.

El examen de conciencia nos obliga a saber que hay “adentro”, que nos pasa, qué hemos hecho, a dónde queremos llegar, cómo vamos.

El examen de conciencia ayuda a hacer una buena confesión, a combatir vicios y a desarrollar virtudes, a elaborar y revisar el plan de vida, para trabajar sobre un defecto particular, para ocuparse de una acción y hacerla como corresponde, para el autoconocimiento y autocontrol que dicho sea de paso son la base de cualquier desarrollo. Alonso Rodríguez[1] aporta una larga lista de santos, tanto de la época patrística como posteriores, que los recomienda vivamente como acto diario: San Agustín, San Basilio, San Antonio Abad, San Bernardo, San Juan Crisóstomo, etc. Incluso, en otro orden de cosas, menciona cómo fue practicado por filósofos paganos tales como Pitágoras, Séneca, Plutarco, etc. San Ignacio de Loyola mandó en sus Constituciones que los miembros de la Compañía lo hicieran dos veces al día. “Y en cierta manera –comenta Rodríguez– estimaba más el examen que la oración; porque con el examen se ha de ir ejercitando y poniendo por obra lo que uno saca de la oración, que es la mortificación de sus pasiones y extirpación de sus vicios y defectos... El P. Pedro Fabro era de las primeras devociones que daba a los que trataba”[2].

Si estamos dispuestos a someternos a un sinfín de exámenes para alcanzar bienes terrenos, por qué no fijarnos en el fin más importante, en el bien trascendente, en el que trae paz interior, plenitud, verdadera felicidad, en aquello por lo que vale la pena disciplinarse, abnegarse, comprometerse y ser congruente para conseguirlo.



[1] Cf. Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección..., VII; Scaramelli, Directorio Ascético y Místico, I, IX.
[2] Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección..., VII,1.