El Evangelio nos llama continuamente a vivir la vida conforme a sus valores, a sus principios; siguiendo los mandamientos del Señor, en particular el “mandamiento nuevo” del amor, que nos debe distinguir a los cristianos. No se trata solamente de “creer en Jesucristo”, o como afirman algunas sectas: “acepta a Jesús como tu Salvador personal y serás salvo”. La salvación no es un acto mágico; no se reduce a una simple declaración formal.
San Juan nos advierte claramente que “a todos los que lo recibieron, que son los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios (Juan, 1, 12)”. Obsérvese que se afirma que les dio “poder de llegar a ser”, es decir lo necesario para que, con su esfuerzo personal, los discípulos mediante la fe en Jesucristo y con la asistencia del Espíritu Santo, alcancen la salvación. Esta idea, se reafirma en la primera carta de San Juan, en la que se nos dice de manera contundente que “todo aquel que no practica la justicia, no es hijo de Dios, y así tampoco lo es el que no ama a su hermano”.
No nos engañemos pensando que se puede alcanzar la salvación si no se vive conforme al Evangelio y las enseñanzas de la Tradición de la Iglesia. Como dice el Apóstol Santiago: “..recibid con docilidad la palabra divina que ha sido ingerida en vosotros, y que puede salvar vuestras almas. Pero habéis de ponerla en práctica, y no solo escucharla, engañándoos lastimosamente a vosotros mismos (Santiago, 1, 21-22)”. Y si a alguno de nosotros no le bastara lo dicho por los Apóstoles, sería suficiente recordarle lo dicho por nuestro Señor en la conocida parábola del juicio final (Mateo 25, 31-46), en la que claramente el Señor juzga a los hombres conforme a sus obras, de acuerdo a su conducta respecto a sus hermanos. Quiera Dios que a nadie le ocurra escuchar las temibles palabras de reprobación, cuando venga el Hijo del Hombre: “Os digo en verdad, siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos mis pequeños hermanos, dejasteis de hacerlo conmigo (Mateo 25, 45)”.
Cuando decimos que somos católicos, y no actuamos como tales, nos engañamos. Creemos y decimos ser discípulos del Señor pero, en los hechos, no lo somos. Si alguno de nosotros escuchara a una persona decir que es honrada, y la viera cometer actos de corrupción, ¿Qué pensaría? ¿Acaso diría: He aquí una persona honrada que comete actos de corrupción? ¿O más bien diría: He aquí una persona corrupta que se dice honrada y miente?
Todos podemos caer y de hecho caemos, pero si mantenemos de manera constante una conducta inapropiada, entonces se trata ya de una condición de la personalidad que debe ser modificada, si se quiere ser fiel a la condición del discípulo del Señor.
Desafortunadamente, la cultura actual quiere relegar la vida espiritual a una práctica privada. Es decir que se puede creer en lo que se quiera, siempre que eso no altere el modelo social prevaleciente. Muchos católicos hoy, tienen miedo de mostrar abiertamente su fe. Eso, de por si no es una buena noticia, pero es mucho peor cuando se acepta en los hechos esta forma de vida, cuando se cree en lo privado, pero en la vida cotidiana se actúa como cualquier no creyente.
Algo así es lo que ocurre con muchas, demasiadas, personas hoy en día: Que se dicen católicos pero en los hechos viven como ateos. Conviene ver la actitud de un ateo frente a la religión para ver cómo, desgraciadamente, se parece a la de muchos que se dicen (y probablemente creen ser) católicos. En primer término, un ateo, que no cree en la existencia de Dios, no se preocupa en participar en ninguna liturgia; si va a misa alguna vez, lo hace por razones sociales. Desde luego desconoce, porque no le importa, lo esencial de la doctrina católica (probablemente nunca habrá ni siquiera hojeado el Catecismo de la Iglesia), y no estará atento – ni mucho menos – a los mensajes del Papa, de los Concilios o del Obispo local. No se confesará, pues no le concede valor a este ni a ninguno de los sacramentos. La oración le será extraña, rara, tal vez acude a ella sólo cuando algo le urge o no encuentra solución a algún problema (y sólo por si acaso Dios existiera). Desde luego, no hará lo que los verdaderos católicos, que buscan continuamente a Dios en la oración, diálogo amoroso con su Señor. Observará a la Iglesia como una institución humana, y no un Misterio de Salvación como lo hacen los católicos, y por tanto objeto de crítica mundana y sujeta a las costumbres de cada país, así sean anticatólicas. Muchos ateos, tal vez la mayoría, no se molestarán demasiado en criticar a la Iglesia, la que les es más bien indiferente (como a muchos católicos, por desgracia) y, por supuesto, ni remotamente se preocuparán por las necesidades espirituales o materiales de sus sacerdotes, seminarios o congregaciones. Más bien criticarán el gasto que la Iglesia debe hacer, al que consideran superfluo y excesivo. Un ateo actuará conforme a los modelos éticos prevalecientes, y aprobará, o cuando menos no reprobará, como debieran hacerlo lo católicos, actos y leyes que son contrarios a sus creencias, por ejemplo el aborto; preferirá aceptar tranquilamente la opinión de la mayoría.
Se podría seguir esta lista, pero con lo anterior basta para reconocer que muchos católicos, con sus actos, más bien se han convertido en “ateos prácticos”, es decir en creyentes que, en los hechos, no lo son. …. Y ya se ha dicho antes lo que se puede esperar de ello en términos de la salvación.
Animémonos a vivir conforme al Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia. No será fácil en medio de nuestra sociedad, pero se puede empezar con pequeños actos de fe, de congruencia, que serán sin duda apoyados por Dios, y luego, siendo “fieles en lo poco”, tal vez el Señor nos concederá serle fieles en lo mucho.
Animémonos a vivir conforme al Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia. No será fácil en medio de nuestra sociedad, pero se puede empezar con pequeños actos de fe, de congruencia, que serán sin duda apoyados por Dios, y luego, siendo “fieles en lo poco”, tal vez el Señor nos concederá serle fieles en lo mucho.
En todo amar y servir;
Juan Ignacio Aquinas
Juan Ignacio Aquinas
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