24 dic 2011

El MISTERIO DE LA NAVIDAD


Dios se hizo muy, pero muy pequeño, un niñito; para que su majestad no nos estremeciera al punto de alejarnos de Él, como a los israelitas que no se atrevían a acercarse al monte donde se manifestaba a Moisés. En efecto, somos incapaces de resistir la presencia divina en su majestad: “nadie puede ver a Dios y permanecer vivo”, expresión que es una manera de ilustrar la absoluta distancia que nos separa a nosotros de Dios.

Dios niño, al contrario, nos encanta; como cautiva esa pequeña familia con María y José, personas excepcionales que por sí mismas causan nuestra admiración, y que alrededor de Jesús recién nacido atraen a la contemplación a todas las almas limpias, sencillas y fieles al Señor.

Pero esa imagen de la cueva, pobre morada, y del pesebre, humilde cuna, esconde el que es, tal vez, el mayor de los Misterios: el Dios eterno se ha unido a su criatura, el hombre, hasta el punto en que se anonadó a sí mismo, como dice San Pablo (Fil, 2, 6-7). Así, al meditar sobre la Navidad, no debemos olvidar que el niño Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, es decir un alma humana, creada en el seno virginal de María, sin pecado, unida al Verbo, a la segunda persona de la Trinidad, en una unión íntima y completa. Como afirman los teólogos y ratifican los concilios, dos naturalezas unidas en una sola hipóstasis. Una sola persona, con naturaleza humana y divina.

Dios viene a su criatura, y lo hace por amor, para rescatarle y llevarle a convivir con Él. San Ignacio, en una de las meditaciones de los ejercicios espirituales, lo ilustra con una imagen que apela a nuestra razón por medio de la imaginación: “Las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de la tierra, y cómo, viendo que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad que la segunda persona se haga hombre para salvar el género humano (EE 102)”. La Trinidad, no es lejana a su criatura, al contrario, se preocupa por ella y se duele por verla alejarse de su vocación: la vida divina. Y para salvarla de errar el camino, decide la Encarnación.

San Juan Evangelista lo resume magistralmente al inicio de su Evangelio. En primer término declara la naturaleza divina de Jesús, en frases precisas, “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios (Jn 1,1)”, para después decirnos cómo en Jesús se encarnó la Palabra: “Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14)”. San Juan precisa lo esencial que es, para nuestra salvación, afirmar estas verdades, pues el Verbo “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1, 11-12)”.

Así pues, esta Navidad tomemos un tiempo para contemplar el Misterio de la Navidad (pues los Misterios no se entienden plenamente, pero de su contemplación surgen nuevas fuentes de vida espiritual); para vislumbrar en la humildad y sencillez del pesebre del Santo Niño Jesús una manifestación del inconmensurable amor de Dios. Tomemos el ejemplo de los pastores que advertidos por los ángeles, como nosotros lo somos por la Iglesia, acudieron con humildad a adorar al Niño de la promesa, a Jesús nuestro Señor.


En todo amar y servir

Juan Ignacio Aquinas

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